Ansío penetrar con vosotros en la selva histórica que nos ofrecen los adalides políticos durante muchos meses del año 2016, año de sarampión agudísimo del que salimos por la intensa vitalidad de esta vejancona robusta que llamamos España. La historia de aquel año es selva o manigua tan enmarañada que es difícil abrir caminos en su densa vegetación. Es en parte luminosa, en parte siniestra y obscura, entretejida de malezas con las cuales lucha difícilmente el hacha del leñador. En lo alto, bandadas de cotorras y otras aves parleras aturden con su charla retórica; abajo, alimañas saltonas o reptantes, antropoides que suben y bajan por las ramas hostigándose unos a otros, sin que ninguno logre someter a los demás; millonadas de espléndidas mariposas, millonadas de zánganos zumbantes y molestos; rayos de sol que iluminan la fronda espesa, negros vapores que la sumergen en temerosa penumbra.
En los salones politicos, en las redes sociales y en los medios de comunicación había mucha gente agrupada en diferentes corrillos. En todos los grupos se respiraba el aire espeso y acre que arroja de sí la expresión «crisis política». ¿Dónde estabas, Musa de la Historia; en qué pozo te habías caído que no fuiste de Ministerio en Ministerio, de sede de partido político en sede de partido político, de cadena de televisión en cadena de televisión, con la zapatilla en mano, azotando las posaderas de toda esta gente rencillosa y quimerista, sin conocimiento de la realidad ni estímulos de patriotismo? En aquel maremágnum de gente ociosa y postulante se perdía de vista a cualquier político sensato y los ciudadanos que miraban salían hastiados de la crisis política y de la turbulencia moral que indicaban los rostros de aquellos politicastros de baratillo.
En Twitter, esa barra de bar llena de papanatas y haraganes, había gente que parecía sentir ya vivos impulsos de enredarse a tuitazo limpio con cuantas personas se ponían por delante. Y cuando sin pensarlo, como huyendo de sí mismos, los ciudadanos encendían la televisión pensando que quizá allí en podrían encontrar algo que les hiciera pensar en otra cosa, resultaba, se mirara donde se mirara, que estaban todos los canales poblados de vagos y de parlanchines de esos que arreglan el mundo desde la tertulia. Al instante el espectador al que se le ha ocurrido encender la televisión se siente arrastrado al vértigo de una conversación febril, de política, por supuesto… Unos hablaban horrores del político tal, del político cual y de toda la chusma que llamaban con un mote ridiculizante; tipos locuaces, despotricando, rociaban al espectador con su saliva; señores que se las daban de serios y se creían depositarios del buen sentido y creadores de opinión eran unos solemnes plastas, de esos que se precian de poner los puntos sobre las íes y de quitar caretas a todo el género humano. Economistas de medio pelo desmenuzaban en los medios de comunicación los datos economicos y, acumulando cifras a su antojo, armaban un mazacote macroeconómico para uso de cuatro papanatas, y sus artículos ilegibles, semejantes a una pared de ladrillo, les daban fama de economistas serios. Otros decían que era acertadísimo lo de la libertad igual para todos, lo del derecho al trabajo y a la educación, lo del gobierno por el pueblo y para el pueblo, pero que todo eso no será eficaz mientras no tengamos un buen sistema fiscal y un rigor escrupuloso en las prácticas administrativas.
Por mucho que oficialmente se aseguraba en documentos oficiales que ni se daban enchufes ni cargos ni recomendaciones ni indemnizaciones ni colocaciones, los cesantes de los partidos viejos, el detritus de la política, los innumerables moscones aburridos y famélicos que hacen imposible la vida oficial vuelven, zumban y pican.
La media docena de hombres que simbolizaban la situación política lucían como faros luminosos en la esfera del ideal; mas en la acción se apagaban sus indecisas voluntades.
Y en el Congreso, una teatral batalla. Veíamos una comedia lírico-parlamentaria, con un concertante final en que desafinaron todos los virtuosos. Los medios de comunicación eran un continuo ir y venir de nutridas comparsas, que disparaban vítores y exclamaciones de sorpresa o de júbilo.
Así no se pasa de un régimen político de mentiras, de arbitrariedades, de desprecio de la ley, de caciquismo y nepotismo a una democracia con verdadera regeneración democrática.
[Y en efecto, de esta selva de cotorras políticas no se pasó a una verdadera regeneración democrática, sino a un sistema corrupto y perverso de más caciquismo y de aparente alternancia de dos partidos que se diferenciaban en el nombre y coincidían en su afán de poder y su concepto del Estado como una ubre y como un cortijo. Porque esto que acaba usted de leer es un corta y pega, modificando unas cuantas cosillas, de diversos fragmentos de uno de los «Episodios Nacionales» de Benito Pérez Galdós, el que describe la situación de 1873, titulado «La Primera República». Y supongo que recordará cómo acabó. Aviso a navegantes.
Por cierto, también en 1873 había solo varones entre los políticos que, en el Congreso, hablaban en nombre de las más importantes facciones políticas y con posibilidad de ser nombrados presidentes del Gobierno. Vamos bien.]
Verónica del Carpio Fiestas