Este es un post de cine jurídico, o de abogados de cine, o de dos conceptos de abogacía, o de la responsabilidad por la crisis. Porque la responsabilidad de la crisis no es solo de «los otros», cualesquiera que sean esos «otros». Esos «otros» necesitan la ayuda de técnicos para conseguir sus fines: abogados, ingenieros, arquitectos, economistas, profesionales de toda índole; y funcionarios que ven, callan y firman. Esta bloguera es abogada y no va a meterse con otras profesiones, y allá cada cual, pero sí con una: la suya.
Veamos dos tipos de abogados de dos películas clásicas de cine jurídico, ambas de la misma época, ambientadas en Estados Unidos, ambas gran cine, con grandes actores. Dos modelos de abogados. Modelo 1: el del abogado modelo Atticus Finch, el abogado de la imprescindible película «Matar a un ruiseñor» (1962), una que ningún abogado debe dejar de ver. Modelo 2, el otro abogado modelo, pero modelo de abogados marrulleros, Willie Gingrich, el de la película «En bandeja de plata» (1966). La web está llena de análisis de la primera película, dirigida por Robert Mulligan y protagonizada por un inmenso Gregory Peck, y también de la segunda película, dirigida por el gran Billy Wilder y protagonizada -aunque sea un teórico secundario- por un también inmenso Walter Matthau, mejor su actuación que la propia película, buena, magnífica, cómo no siendo Wilder, aunque no de las mejores del director. Este post no es cinematográfico; solo se va a tratar de valores; de forma si se quiere ingenua o hasta tramposa, y ciertamente esquemática, pero de valores.
Observe el lector, o la lectora, los dos rostros de los abogados en las fotos de este post, con escenas de las dos películas. Fíjese bien en estos extraordinarios actores, en su respectivo papel. Y por favor, que nadie diga que es cuestión de belleza física.
Foto de arriba, sentado a la izquierda de la imagen, Atticus Finch, en el juicio, junto a su defendido, inocente acusado falsamente como consecuencia de prejuicios raciales.
Foto de abajo Willie Gingrich, el que de pie se enfrenta a la enfermera, a quien quiere engañar con una elaborada trama para llevarse así un dinerito.
Rostros, gestos, actitudes. Que, en el caso del segundo, es más bien cara, cara dura, durísima, de un abogado chanchullero, un rábula, mezquino a más no poder y no solo como profesional; hasta el punto de que, cuando no mira nadie, extrae dinero de una hucha de donativos…
En un caso muy distinto del primero, honrado profesional y buena persona que lucha con todas sus fuerzas por una causa justa y casi imposible por las circunstancias -defender a un inocente acusado de un grave delito, en un entorno asfixiante de racismo, prejuicios e intolerancia-, se dedica a hacer uso de los más bajos trucos jurídicos para estafar a una compañía de seguros con unos inexistentes daños personales «sufridos» por su cuñado, interpretado por Jack Lemmon, el que está en la cama del hospital con lesiones leves que quiere hacer pasar por graves. Los dos abogados, por cierto, fracasan. Pero su fracaso es distinto. Finch no consigue salvar a un inocente. Gingrich no consigue estafar a la compañía de seguros.
La primera película, es, naturalmente, un drama. La segunda, una divertida comedia con unas cuantas escenas de humor antológicas. Si usted, improbable lector, improbable lectora, no las ha visto aún, ya está tardando; si hasta en youtube están, o en quioscos, en esas reediciones de vídeos antiguos, por unos pocos euros, que el gran cine es muy barato.
Dos modelos de abogados, en los años 60 del pasado siglo. Y ahora mismo también hay dos modelos, dos conceptos de abogacía en juego. El drama de las preferentes, por ejemplo, permite constatar que hay dos bandos:
- en un bando, los varios cientos de miles de afectados, o, si se prefiere, estafados, con mayoría abrumadora de jubilados y personas sin formación ni medios de fortuna, que han perdido sus ahorros de toda una vida en una pirueta jurídica escandalosa a la que han sido ajenos, y de la que son víctimas, no protegidas además por quién debía defender al débil, la Fiscalía General del Estado;
- en el otro, los bancos y sus altos directivos, con el apoyo directo o de mirar hacia otro lado de las autoridades económicas durante muchos años.
Y los bancos, también disponen de sus asesorías jurídicas, y ya las tenían cuando las preferentes se idearon y se distribuyeron, y siguen con ellas ahora, cuando se discuten las preferentes dentro y fuera de los juzgados. Sí, por supuesto, todos tienen derecho de defensa en vía penal, y esa es la esencia misma y la grandeza del Estado de Derecho; cómo no van a tenerlo los bancos y sus directivos, a quien ni la Fiscalía considera indiciariamente responsables penalmente de nada. Que tengan su defensa, y por suerte que es así, porque eso significa que esto no ha dejado del todo de ser un Estado de Derecho.
Pero eso es una cuestión, la defensa procesal, y otra muy distinta que aquí ha habido daños muy graves, para muchos, los más débiles, y para la economía general, y no puede olvidarse que durante años hubo contratos, actas y documentos, que no se redactaron solos. Los redactaron abogados, cuya colaboración en la estafa, o en el escándalo financiero a secas, fue indispensable, porque esto es una estrategia jurídico-económica, y sin los juristas no habría sido posible. Abogados con nombre, con rostro, con actitudes, que estuvieron ahí y no se negaron a lo que debían negarse, porque no todo vale. Abogados con rostro, con gesto, con actitud.
¿El rostro, el gesto y la actitud de un Atticus Finch
o el rostro, el gesto y la actitud de un Willie Gingrich?
Duele pensarlo.
Mi profesión no puede rehuir su responsabilidad. Porque lo mismo de las preferentes ha sucedido en muchos ámbitos económicos y jurídicos de esta crisis que es ya un tópico, pero tópico cierto, afirmar que no es solo económica, sino de valores. Buen momento para que los abogados reflexionen y rectifiquen, para que estos errores de orientación ética no se repitan. La abogacía es una profesión libre e independiente en su configuración legal, y la única profesión recogida en la Constitución; que sea de verdad libre e independiente no parece un desideratum imposible. El artículo 1 del vigente Estatuto de la Abogacía de 2001 dice lo siguiente:
La abogacía es una profesión libre e independiente que presta un servicio a la sociedad en interés público y que se ejerce en régimen de libre y leal competencia, por medio del consejo y la defensa de derechos e intereses públicos o privados, mediante la aplicación de la ciencia y la técnica jurídicas, en orden a la concordia, a la efectividad de los derechos y libertades fundamentales y a la Justicia.
Qué alejado a veces eso de defender la Justicia y los derechos, eso del servicio a la sociedad. Ganar dinero con la profesión es lícito y deseable, qué duda cabe, estaríamos buenos, pero no a costa de la deontología y de la ética. Y en la abogacía, a diferencia de en otras profesiones, no es solo cosa de decencia profesional; es por imposición de la propia normativa reguladora. Y la única justificación constitucional de la colegiación obligatoria -y con ello no se dice nada que no esté ya en sentencias-, no es la defensa del colegiado, que eso es un gremio, no un Colegio, sino el control deontológico; y este ha fallado, estrepitosamente. Colegios profesionales de otras profesiones han repartido medallas a personas hoy imputadas por corrupción; y no se las han retirado, y aquí no pasa nada. Tampoco los colegios de abogados han hecho limpieza, ni se lo han planteado, porque al parecer no hay ni que plantearse que la crisis y los chanchullos jurídico-económicos no habrían sido posibles sin la intervención de abogados que no supieron decir no, o que incluso dijeron sí con entusiasmo, que lo que es bueno para mi cliente es bueno para mí, y la pasta es la pasta, ni por tanto hay siquiera nada que rectificar para el futuro.
No, la abogacía no puede rehuir su responsabilidad, pero la rehúye, como la rehúyen los ingenieros, los arquitectos, los economistas, los funcionarios, todos los técnicos que dijeron sí cuando tenían que haber dicho no, cuando alguno habrá estado en circunstancias personales y profesionales de poder decir no sin necesidad de ser un héroe, porque a nadie se le puede exigir que lo sea. En fin, que la realidad no es un sombrero sino una boa constrictor tras comerse un elefante, pero aquí seguimos viendo solo un sombrero. Así nos va.
Verónica del Carpio Fiestas